El modelo de «experiencias» para atraer más visitantes a los museos

Restricciones o libertad, pagos o gratuitos, dos modelos para analizar

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El centro de arte londinense permite permite la utilización de todos los espacios y promueve la participación activa de los visitantes, diferencias del Museo D’Orsay

BAE Negocios
Por Roly Boussy

«En arte no hay reglas porque el arte es libre» Wassily Kandinsky

¿Tate Modern en Londres o Musée DOrsay en París? ¿Cuál de los dos museos es mejor? Los dos son increíbles y la respuesta estará ligada a la subjetividad de cada uno.

Inútil es tratar de fijar supremacías. Para los amantes del impresionismo, será el parisino; para los devotos del arte contemporáneo, el británico. Pero más allá de la espectacularidad y riqueza de ambos, son bien diferentes por otro rasgo: su personalidad.

En el museo DOrsay , antes que el impresionismo, nos reciben las prohibiciones. Es más: debería haber una sala más, donde se exhiban todas y cada una de ellas. Desde la aún vigente (y para mí inentendible) prohibición de tomar fotos, a otras muchas. La visita al museo se inicia así con un NO rotundo, y desde allí se transita el supervigilado lugar. Claramente tanta interdicción pronto se desvanece, embriagado como se está por el arte de Rodin, Van Gogh, Gauguin, Degas y otros maestros.

Aun en pleno disfrute, es difícil conjugar sensibilidad por el arte con la sensación de asfixia que produce el control. A la larga y más allá de la susceptibilidad de cada uno a la cuestión del control, la experiencia resulta teñida por sensaciones contradictorias, que empañan la visita.

En el Tate Modern, en cambio, la experiencia es otra, radicalmente diferente. El contexto es similar, porque Londres tiene sobrados motivos y antecedentes para ser tanto o más precavida y paranoica que su vecina París. Pese a ello, el aire es distinto.

Al llegar, todo es invitación. En primer lugar es gratuito, como casi todos los museos londinenses, y además es muy amplio y espacioso. Y segundo, el Tate no prohíbe casi nada. Uno puede ingresar, caminar por donde quiera, subir las escaleras mecánicas, ir al shop o simplemente sentarse en el suelo a conversar o pensar. Nadie le dirá nada. Estimo que hay seguridad y que debe estar muy bien implementada, pero pasa desapercibida para el visitante.

En el interior se pueden tomar fotografías a todo lo que hay, absolutamente a todo. También uno puede jugar con las muchas pantallas interactivas, comer, cantar o admirar en silencio por horas el cuadro o la instalación que quiera. En el Tate, todo está para ser vivido y disfrutado.

El concepto de la experiencia que proponen es diferente al de la mayoría. Por lo general, los museos se presentan como salas de observación pasiva del arte de los grandes maestros. No son muy diferentes el Louvre de París, el Prado o el Reina Sofía en Madrid, el Guggenheim de Nueva York o la casa de Frida Kahlo en México. Mirar, sólo mirar.

La casa museo de Frida en Coyoacán ocurrió una desagradable experiencia con la seguridad, al punto que mi hija escribió en el libro de visitas: «Si Frida viviera, dudo que viniera a esta casa».

En el Tate se propone algo más que la observación. Se propone la experiencia de que el visitante sea parte de la obra expuesta como contexto interactivo, de tener una vivencia compartiendo el espacio con los grandes maestros.

En París, la experiencia es más pasiva y acartonada. En Londres, más activa y descontracturada. En el DOrsay el visitante se siente observado, siempre a la espera del comentario correctivo por parte de los severos guardias del espacio. En el Tate, en tanto, es estar casi como un hippie después de cinco años en un colegio pupilo, como en Verano del Amor de 1967.

Mi hija, la misma que expresó su crítica a la rigidez en la Casa Azul de Frida, fue protagonista de una experiencia que describe lo que intento mencionar. Cuando fuimos a Londres, se nos hizo hábito pasar todos los días un rato por el Tate, que estaba cerca de donde parábamos y era un lugar que nos resultaba agradable para estar.

Uno de los días, cansados de caminar nos sentamos a tomar un refresco. Mi hija se fue a unos metros nuestros, a jugar con unas pantallas en las que se podía escribir o dibujar. No le presté demasiada atención, pero cuando me acerqué a ver qué estaba haciendo, grande fue mi sorpresa al ver que había podido expresarse sin pudor, escribiendo en una de las pantallas pantalla «Malvinas Argentinas», mientras hacía con sus deditos la «V» de la victoria mientras nadie, absolutamente nadie, condicionaba ni censuraba su libertad de expresión.

¿Cuál es el mejor camino? ¿El control rígido y estricto del cumplimiento de las normas, o la creación de contextos culturales sólidos que determinen la conducta de las personas? ¿Cuál es nuestro rol: vigilar y castigar, o proponer y contagiar?

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